Pongase cómodo, esto va a ser largo…
Primero, algo para contextualizar: Santiago de los Caballeros de Mérida, penúltima semana de temporada, record de tránsito en el terminal de pasajeros (más de 200 mil almas ya han pasado por él).
Como Mahoma tiene tiempo que no va a la montaña, pues ésta decidió darse un paseito, claro está, con el respectivo cargamento de maletas, almohadas, cobijas, sueteres, juguetes y demás sobrinos, corotos y periquetes. Por supuesto, no dejaron en casita el mar de preguntas: y como está mi niño? y cuando te casas por fín? y por qué vives en este monte tan lejos?, aderezado todo con llantos y risas y las respectivas reprimendas de que estoy muy flaco porque seguro que paso hambre. Extraño comentario tomando en cuenta mi oficio.
Y como el oficio causa expectativas, pues no los puedo despedir sin cocinarles. La verdad es que si podría, pero quien se vacila luego la cosa en la visita de fin de año… Aca es donde realmente comenzó el suplicio: horas de angustiosa indecisión sobre el menú ante la variedad de (particulares) paladares; la ida al mercado con los respectivos cambios de última hora por la escaces de algunos ingredientes (aun no sale de mi cabeza el sonsonete de ese barbarazo acabo con toooo!!!); las tres recalentadas del plato antes las respectivas llamadas de “ya vamos llegando…”, “… estamos cerquita…”, “…es que la chiquita no come de eso y nos paramos a comprarle unas empanadas…”
Y por fin el atragantón. Nadie habla, y poco a poco el trabajo de practicamente dos días se consume en 10 minutos. Al igual que un restaurant, al terminar no hay palmaditas en la espalda ni cualquier otra expresión que se le acerque. Sólo me queda esbozar una sonrisa, pequeña pero sincera, al observar todos los platos vacios…
NOTA: este post es un mero divertimento a modo de excusa para aclarar esta ausencia de varios días. Cualquier parecido con la realidad es intencionada coincidencia.
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